miércoles, 9 de septiembre de 2009

El Sur, de Víctor Erice

'EL SUR': conocer, crecer y recordar


Ficha técnica:
Ficha técnica: España/Francia. Argumento y guión: Víctor Erice, a partir de un relato de Adelaida García Morales. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Piezas de Ravel, Schubert y Granados, Montaje: Pablo G. del Amo. Producción: Elías Querejeta, P.C., TVE y Chloe Productions. Jefe de producción: Primitivo Alvaro. Duración: 93 min. Ficha artística: Omero Antonutti (Agustín), Sonsoles Aranguren (Estrella, 8 años), Icíar Bollaín (Estrella, 15 años), María Massip (Estrella adulta, voz en off), Lola Cardona (Julia), Rafaela Aparicio (Milagros), María Caro (Casilda), Francisco Merino (enamorado), José Vivo (camarero), José García Morilla (chófer), Aurore Clément (Laura-Irene Ríos), Germaine Montero (Doña Rosario).

El sur es inevitablemente una película incompleta. Lo que hoy conocemos como El sur es el resultado de montar el material filmado antes de que la producción de la cinta fuera suspendida, dejando la historia a la mitad sin llevar a cabo el rodaje del resto del guión por problemas económicos. La buena relación entre Víctor Erice y el productor, Elías Querejeta, fue la clave para que aquel primer –luego se vería que definitivo- montaje fuera mostrado en el Festival de Cannes cuyo director entonces, Gilles Jacob, quedó conmovido tras verla en un pase privado en Madrid. Rodada en el norte (Logroño) la producción fue aplazada justo cuando ésta iba a ser trasladada a Carmona (Sevilla) para llevar a cabo la filmación de la parte de la historia en la que Estrella conoce a su hermano (hijo de su padre y su amante). A pesar de que Erice siempre ha reconocido el carácter incompleto de la cinta y su deseo de rodar el resto de la historia, la impresionante acogida de público y crítica que recibió le hizo abandonar esa idea. Sin embargo, la película funciona autónomamente. Y a la perfección. Es una de esas bellas casualidades que ocurren de vez en cuando en el cine (recordemos, por ejemplo, el caso de películas de gran valor como Las armonías de Werckmeister de Béla Tarr, una adaptación incompleta de una novela de László Krasznahorkai).

El de Víctor Erice es un caso particular. Se trata de un director con una corta filmografía: sólo ha firmado tres largometrajes (El espíritu de la colmena, 1973; El sur, 1982; El sol del membrillo, 1992) que, sin embargo, es de las más alabadas de nuestro país a nivel internacional. Erice sólo filma cuando su productor le va a permitir elaborar exactamente la película que desea, controlando todos los aspectos de la misma y ajustándolos a su voluntad creativa, hecho que dentro de la industria cinematográfica se da en muy pocas ocasiones.

Bello mosaico de recuerdos


Otoño de 1957. Casa de campo en el norte de España. La pequeña Estrella siente una gran admiración por su padre, Agustín, que –sin embargo- está rodeada de numerosas dudas por su incierto pasado. Se trata de una relación muy especial determinada por un misterioso poder que Estrella atribuye a su padre y que está simbolizada –la relación- en su péndulo de zahorí. La visita el día de su primera comunión de su abuela y, sobre todo, de Milagros (Rafaela Aparicio) supone para Estrella entrar en contacto con el pasado de su padre y, de alguna manera, con el sur. Con el tiempo, atando cabos, Estrella se dará cuenta de que un viejo amor imposible inunda de tristeza la existencia de su padre. Con el paso del tiempo, la niña crece y cambia su relación con el padre.

El Sur es una colección de recuerdos de infancia. Es por ese motivo por lo que, sobre todo al principio, la película es un encadenado de cortas escenas separadas entre ellas por fundidos a negro. Aunque estos cortes frenen el ritmo del relato, resultan totalmente justificados: la memoria de Estrella – y, en general, de cualquier adulto- está fragmentada y en ella sólo se conservan aquellas imágenes mentales que le marcaron en su niñez. Y en esta etapa, todo se idealiza.

El ritmo calmado del que hace gala Víctor Erice como director se traduce en una gran sensibilidad a la hora de abordar aspectos que podrían resultar espinosos como el recurso de la voz en off o los cambios y elipsis temporales. En el primer caso, partiendo de que la historia está conducida por la voz en off de una adulta Estrella, hay que apreciar el correcto uso que se hace de la figura del narrador, de la que no se abusa y que aporta el carácter intimista que necesitaba el hecho de desempolvar recuerdos íntimos de la infancia. Sí es cierto que la voz en off pueda contribuir a teñir de literario al filme que, al fin y al cabo, es la adaptación de un relato. Pero también es cierto, que ese carácter literario no parece jugar en contra de la fuerza de las imágenes ni de lo estrictamente cinematográfico sino al contrario. En el segundo caso, el tiempo –el paso de éste- es un elemento muy importante de la historia. Un buen ejemplo de esto es la escena en que la voz en off de la Estrella adulta nos dice después de que su padre se “escapara” empezó a “desear con todas mis fuerzas poder crecer y crecer, hacerme mayor de repente y poder huir de allí”. A continuación, vemos a Estrella con ocho años alejándose en bicicleta por el camino que su padre llama “la frontera” y, a continuación, la vemos regresar también en bicicleta pero ya con unos catorce o quince años, en plena adolescencia.





Otro aspecto a destacar son los espacios en off. El más importante de ellos es El Sur, nombrado y evocado a través de toda la historia, termina por convertirse en un elemento de algún modo presente. Está representado por las dos mujeres que vienen para la primera comunión de Estrella y por el viejo amor del padre, Irene Ríos.

Las dos actrices que interpretan a Estrella de niña (Sonsoles Aranguren) y de adolescente (Icíar Bollaín) son, sin duda, lo más luminoso en esta sombría película. La fotografía de José Luis Alcaine se caracteriza por explorar los límites de la oscuridad sobre todo para remarcar tres aspectos: el carácter borroso o impreciso de los recuerdos, el aire de misterio que rodea al padre y el frío paisaje norteño en el que transcurre la acción. En el ámbito de la fotografía, una de las escenas más complejas–y significativas, en conjunto- es aquella en la que Agustín enseña a utilizar el péndulo a Estrella y aquí se observa la influencia del claroscuro y el juego de contrastes fuertes entre luces y sombras.

En el plano de la interpretación, para Icíar Bollaín (Estrella adolescente) El Sur supuso su debut como actriz de cine. Se trata de uno de esos milagros de la interpretación y es que su papel, plagado de sutiles matices, está desempeñado con una mágica veracidad, que consigue elaborar un retrato preciso de esa “mujercita” que comienza a desmitificar a su padre –la admiración se torna en compasión- , a descubrir el amor y que siente la necesidad de traspasar esa “frontera” y viajar hacia una nueva etapa de su vida, hacia el sur. El tiempo no haría sino confirmar que el gran trabajo de esta jovencísima actriz no era algo aislado ni fruto de una bella casualidad y es que Icíar siguió interpretando papeles en filmes de directores como Manuel Gutiérrez Aragón (Malaventura, 1989), Felipe Vega (Mientras haya luz, 1987; El mejor de los tiempos, 1990) José Luis Cuerda, (Tocando fondo, 1993) Ken Loach (Tierra y libertad, 1994) o José Luis Borau (Leo, 2000). La gratificante conexión de Icíar Bollaín con el cine no se limitaría al mundo de la interpretación ya que con sus películas como directora ha llegado a ganar el Goya a la Mejor Película (Te doy mis ojos, 2003) o el Premio a la Mejor Película en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes (Flores de otro mundo, 1999).






La película de Erice deja otras actuaciones memorables. La siempre enérgica y veraz Rafaela Aparicio desempeña el papel de criada de una familia andaluza adinerada que transmite a la perfección la cercanía y espontaneidad del personaje que en la película supone un aporte de información muy importante acerca de la relación de Agustín con su padre. Ese acento andaluz y ese modo tan natural de expresarse que han caracterizado a esta ya fallecida actriz cuya filmografía abarca más de cien películas que le han valido múltiples reconocimientos por sus compañeros de profesión (en 1987 recibe el Goya de Honor de la Academia Española).

En resumen, El Sur es una película que derrocha sensibilidad y que apuesta por detenerse a explorar los matices de sus personajes haciendo uso de un estilo sobrio y sencillo pero eficaz y elegante. Y a pesar de estar incompleta, su precipitado final abierto cierra de forma oportuna la historia completando Estrella una etapa de su vida para dar paso a otra. Se trata de una de las escenas más bellas de la película y tiene su antecedente en el día de la primera comunión, cuando Milagros y su madre terminan de vestirla con su impecable vestido blanco y su velo. Entonces, Milagros dice que Estrella está “igualita que una novia”. Preguntando constantemente por él, la pequeña está más preocupada por si su padre acudirá a la iglesia que por el hecho de comulgar por primera vez. Al final de la película, Estrella y su padre están sentados en la mesa de un restaurante en una habitación anexa a otra donde se está celebrando una boda. Antes de despedirse de su padre por última vez, Estrella se asoma por la puerta y ve a una pareja de recién casados - vestidos con los trajes de boda- bailando el mismo viejo pasodoble que ella bailó con su padre el día de su primera comunión. Y es que, sea como sea, todo termina completándose coherentemente en esta incompleta película.







lunes, 29 de junio de 2009

La Clase, de Laurent Cantet

LA CLASE:

EL CINE EXAMINADOR



En 2008, “La Clase” gana la Palma de Oro en el Festival de Cannes y, posteriormente, es nominada al Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa. En los César franceses consigue alzarse con el premio al Mejor Guión Adaptado. Asimismo, en los premios que otorga la Academia Europea de Cine opta a los galardones de Mejor Película y Mejor Director. “La Clase” ha formado parte de muchos de los festivales más prestigiosos del circuito internacional, como el de san Sebastián.



Un grupo de profesores se reúnen a principio de curso para repartirse los cursos de un instituto de un barrio periférico de París. El profesor de lengua francesa, François, que inicia su cuarto año como profesor en el instituto, se prepara, animado por ejercer la enseñanza lo mejor posible, para afrontar un nuevo curso. Sin embargo, desde el primer día de clase, va a encontrarse con un heterogéneo grupo de alumnos que le van a poner a prueba constantemente, desafiándole con sus continuas faltas de respeto y sus irreverencias. Los alumnos, la mayoría hijos de inmigrantes -marroquíes, chinos, malíes, etc.- ponen de manifiesto una evidente falta de interés por lo que François trata de enseñarles y lo interrumpen constantemente con desafiantes muestras de desaprobación. Mientras el curso avanza, el inicial entusiasmo de los profesores se irá viendo vencido por el pesimismo y por la desilusión de pensar que, hagan lo que hagan, los alumnos problemáticos no van a cambiar nunca, condenándose a un futuro con pocas expectativas.



Los pros y contras del estilo documental



El director de “La Clase”, Laurent Cantet, toma un libro del profesor François Bégaudeau (actor protagonista y co-guionista del filme) para mostrar en la pantalla la relación de los alumnos de un instituto con su profesor de francés. Cantet se sitúa en la ficción pero aprovechando las posibilidades del método documental de captar con cercanía los matices de la realidad. Para ello, elige tomar para su película a un grupo de jóvenes actores no profesionales, consiguiendo exprimirles toda su credibilidad, espontaneidad, veracidad y frescura. No era tarea sencilla, pero Laurent Cantet consigue crear personajes absolutamente reales, creíbles, de carne y hueso. No podía ser de otro modo: los auto-retratos que el François encarga a sus alumnos son, al fin y al cabo, el resultado de toda la película, que se cierra con la entrega de los mismos corregidos. Si bien es cierto que mostrar la complejidad de todos y cada uno de los alumnos resultaba totalmente inviable, hay que reconocer que el retrato que se dibuja de ellos es suficiente, huyendo de meros y frívolos acercamientos.



La película está íntegramente rodada con cámara al hombro (con tres HD filmando a la vez), creando un estilo cercano y dinámico, hecho que se aprecia especialmente en las numerosas secuencias que muestran las constantes discusiones del profesor con sus alumnos. El afán de Cantet por no adulterar y dejar intacta la realidad que le preocupa, puede confundir al espectador, que puede interpretarlo como un chirriante y artificioso intento de neutralidad que, por el contrario, consigue limitar la emoción y reducir el ritmo del filme. De hecho, es importante tener en cuenta que “La Clase” se compone esencialmente de fragmentos de las clases que François imparte en el instituto y de reuniones del consejo escolar lo que, irremediablemente, supone una limitación espacial que puede llegar a saturar al espectador, que paga una entrada para sentarse en un pupitre durante algo más de dos horas. Y aquí no hay recreo. El hecho de que no exista una banda sonora que eleve el tono emotivo y de que no haya cabida para pasajes reflexivos e íntimos “entre clase y clase” desemboca en una linealidad argumental, rítmica y estilística puesta al servicio, sí, de la pretendida veracidad del director, pero que puede terminar por cansar al espectador ávido de sensaciones estrictamente cinematográficas.



¿Ana Frank escuchaba rap?



La clase de la que Cantet nos hace alumnos es una auténtica amalgama de etnias y nacionalidades que a otra escala es un reflejo de la compleja realidad social francesa, en la que los inmigrantes tienen –al menos, cuantitativamente- un peso específico enorme. Como defiende a menudo el escritor y periodista Juan José Téllez, no existen inmigrantes de segunda o tercera generación, y sin embargo, la mayoría tendrá que cargar a lo largo de su vida con ese estigma. Los desganados alumnos se duermen mientras leen en clase fragmentos de “El diario de Ana Frank” se lamentan porque sus vidas “no son tan apasionantes”. Esto es quizás lo más interesante de “La clase”, el hecho de que se ponga sobre la mesa una reflexión sobre la sociedad francesa, la inmigración o el sistema educativo sin posicionarse ni orientar forozosamente una conclusión al espectador.“No es verdad que los alumnos y alumnas de ahora sean peores que los de antes. Son diferentes, pero no peores”. Esta afirmación, recogida en el Manifiesto Pedagógico “No es verdad” impulsado por la red IRES (Investigación y Renovación Escolar) en España es un ejemplo de lo que algunos profesionales de la pedagogía vienen advirtiendo desde hace tiempo: las circunstancias han cambiado, pero no vale de nada alarmarse y estancarse en el pasado. Como ocurre con Ana Frank, la vida de millones de niños, adolescentes y jóvenes está inevitablemente marcada por la alineación de vivir en silenciosamente, exiliados en un país que no les reconoce y que no les presta voz. Cantet no sólo les ha escuchado sino que les ha hecho una película. Los espectadores que busquen una lección de cine en esta película tienen el consuelo, si no la encuentran, de que al menos aprenderán algo sobre la vida de estos jóvenes, protagonistas absolutos de “La clase”.

Historias mínimas, de Carlos Sorín


HISTORIAS MÍNIMAS
LA BELLEZA DEL TRÁNSITO


El director argentino Carlos Sorín (1944) tenía ya una gran experiencia en el mundo de la publicidad cuando decidió dedicar sus esfuerzos en el cine. Así, su andadura en el séptimo arte comienza con “La película del rey “(1983) y filma en los ochenta otros filmes como “La Era del Ñandú” (1986) o "Eterna Sonrisa de New Jersey" (1989). Sin embargo, no es hasta 2002 con “Historias mínimas” cuando el cine de este bonaerense toma repercusión internacional. La película recorre muchos de los festivales más importantes y logra hacerse con varios galardones de la Asociación de Críticos Cinematográficos de Argentina (2003): Cóndor de Plata por Mejor Director (Carlos Sorín), Mejor Película, Mejor Música (Nicolas Sorin), Mejor Revelación Masculina (Antonio Benedicti), Mejor Guión Original (Pablo Solarz), Mejor Dirección Artística (Margarita Jusid), Mejor Fotografía (Hugo Colace) y Mejor Sonido (Carlos Abbate y José Luis Díaz así como el Premio especial del jurado en el Festival de San Sebastián (2002). Más tarde estrena “Bombón, el perro” (2004) y “El camino de san Diego” (2006).

En la inmensidad del vacío

La literatura y, por extensión, el cine, siempre han explorado la misteriosa capacidad de los viajes para transformar a las personas. La idea de que lo importante no es el destino, la meta, sino el camino hacia llegar a él ha dado lugar a muchas de las historias más bellas del cine universal. Últimamente, historias como las de “Ulzhan” de Volker Schlondorff (un francés en Kazajstán), “Viaje a Darjeeling” de Wes Anderson (americanos en la India), “La estrella ausente” (un italiano en China) han narrado historias de cómo buscamos encontrarnos a nosotros mismos buscando una meta geográfica. A diferencia de lo que ocurre con algunas de las anteriores películas citadas, Carlos Sorin evita elaborar una introspectiva búsqueda del sentido de la vida o ni tan siquiera crear una estética metáfora sobre el tiempo o la distancia y mucho menos crear una intelectual y refinada oda a las pequeñas cosas y, sin embargo, eso mismo es lo que hace bello a este filme.
“Historias mínimas” es tan natural como tomar el mate junto a unos amigos, tan elemental y necesaria como el perseguir aquello que nos hace felices –aunque nos tomen por locos- y tan entrañable como la bondad y la hospitalidad de las gentes que aparecen en ella. Su sencillez y su honestidad es lo que hace que tras su visionado en el cine los espectadores sientan la necesidad de reconocer que se han sentido compañeros de viaje de los personajes en esta travesía hasta San Julián por la “ruta” junto a los personajes.

Esta road movie está compuesta por historias atómicas cuyos protagonistas llegan a tener conexión en algún momento. Sin embargo, la intención de Sorín no es jugar con las casualidades por las que se han encontrado estas historias ni jugar a recomponer un rompecabezas deshecho, sino, por el contrario, Carlos Sorín pretende dar una visión de conjunto a través de estos pequeños fragmentos de vida de la candidez de esta extensa región argentina. Los personajes se ven diminutos en estos inmensos pasajes vacíos pero, sin embargo, es precisamente eso lo que hace que sus pequeñas inquietudes y ocupaciones hagan grande esta película. La dispersión de los lugares habitados de la Patagonia hace que para la mayoría de los habitantes de una ciudad sea inviable recorrer más de dos o tres veces en su vida los más de trescientos kilómetros que puede haber hasta la población más cercana. Por esta naturaleza geográfica es quizás por lo que se pone de manifiesto la importancia del contacto humano y el personaje del habilidoso vendedor que seduce, con su parlamento, a cualquier posible comprador para que se haga con los productos que lleva consigo.

Carlos Sorín utiliza un estilo simple, nada artificioso, pero eficaz y adecuado, mezclando los bellos planos generales de las solitarias y enormes carreteras que cruzan el paisaje con los planos cortos para situarse muy cerca de los personajes y poder sentir su calidez. Además, esa calidez se desprende también de la naturalidad de los actores no profesionales que conforman casi la totalidad del reparto de la cinta (Javier Lombardo, que interpreta a Roberto, es el único actor profesional). Sorín, que busca el componente azaroso en las interpretaciones de sus actores, repetía unas treinta veces cada escena dialogada, lo que suponía un gasto de película enorme, hecho por lo que prefiere rodar en 16mm.
En definitiva, esta pequeña película a nivel de producción termina convirtiéndose en un precioso relato sobre los sueños y las ilusiones y de cómo, a pesar de que haya tantos obstáculos que nos hacen querer renunciar a ellos, merece la pena recorrer el camino por largo que sea y negarse a quedarse sentado en la puerta de casa a observar la vida pasar. No se nieguen, pues, el gusto de sentarse tranquilamente a saborear esta bella película.

Caché, de Michael Haneke


CACHÉ:
EL CINE INCÓMODO







Tras participar con “Funny games”, se puede decir que el idilio entre Haneke y el Festival de Cannes comienza verdaderamente en 2001 cuando “La pianista” recibe el Gran Premio a pesar de crear gran controversia por la crudeza de algunas de sus escenas. En 2005 Michael Haneke recibe el Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Cannes, certamen en el que participa con “Caché”, que también es galardonada con el Premio FIPRESCI y con el galardón que concede el Jurado Ecuménico –formado por críticos católicos y protestantes-. Asimismo, Caché gana en el Festival de Cine Europeo de Sevilla el premio de la sección Eurimages. La Academia Europea de Cine elige Caché como la mejor película europea del año, y reconoce a Daniel Auteil y a Michael Haneke como mejor actor y mejor director respectivamente. La Academia Europea premia además a Michael Hudecek y Nadine Muse por el montaje de esta película, que consigue alzarse, también, con el Premio de la Crítica. En 2009, Haneke se corona ganando la Palma de Oro por “La cinta blanca” entrando así en el Olimpo del cine.




A lo largo de su trayectoria como director de cine, Michael Haneke se ha distinguido por su afán de meter el dedo en la llaga, de proponer reflexiones que golpean directamente la conciencia del espectador a través de un estilo que ha llegado a ser calificado de “violento”. Más objetivamente, puede afirmarse que su estilo, forjado coherentemente a lo largo de su filmografía, discute las convenciones de la narrativa fílmica tradicional y se define por ser crudo en su puesta en escena, sin concesiones de ningún tipo en sus planteamientos. Haneke suele jugar con personajes a los que maltrata sometiéndolos a situaciones extremas en los que la crueldad de los “oponentes” se apodera de cualquier posibilidad de escapar intacto de las emboscadas en las que se ven envueltos.




A Michael Haneke, desde su etapa en el mundo del teatro, le ha interesado poner sobre el tapete cuestiones filosóficas, eso sí, puestas siempre al servicio de criticar lo peor de la sociedad moderna. No en vano, se atrevió a tomar como referencia a Kafka para llevar a la pantalla su visión personal de “El castillo” (1997). Como Kafka hacía sus relatos, Haneke asalta el orden, la paz, las certezas, la rutina y la seguridad de los personajes que dibuja para cuestionarlas. El ejemplo más claro de este “asalto” es, sin duda, “Funny Games” (1997) en la que una pareja acomodada se ve sometida a una serie de vejaciones en su propia casa por unos aparentemente inofensivos muchachos.
La frecuente utilización de planos de exagerada duración y de planos sin movimiento suelen crear en sus filmes un ritmo difícil, denso y lento que logra un aparente distanciamiento entre el autor y las imágenes, otorgando una cierta neutralidad a la realidad mostrada, siendo el espectador el que se vea obligado a involucrase, a tomar partido emocionalmente en la historia.

LA VISIÓN RADICAL DE LA CULPA


Georges (Daniel Auteil) es un reputado presentador de un programa sobre literatura en televisión. Un día, llega a su casa un extraño videocasete en el que puede comprobarse que alguien vigila sus movimientos. Los envíos anónimos empiezan a sucederse y a ir acompañados de macabros dibujos infantiles. Sin saber quién es el remitente de los envíos ni qué es lo que pretende con ellos, Georges y su mujer (Julliette Binoche) comienzan a destapar sus problemas de desconfianza mutua y se pone de manifiesto la deteriorada relación con su hijo pequeño. Ante la posibilidad de que este problema afecte seriamente a su imagen pública, su trabajo y su familia, Georges denuncia el caso ante la policía y ante la pasividad de ésta, decide intervenir y atar cabos hasta conseguir llegar al quid de la cuestión, lo que le llevará a un desagradable encuentro con lo peor de su pasado.




En “Caché”, Michael Haneke consigue hacer partícipes a sus personajes –y al espectador- de un macabro juego para encontrar al “culpable”. Quizás es precisamente eso (organizar la trama de la película alrededor de la duda sobre quién intenta hacer la vida imposible a este matrimonio) lo más inteligente del guión. Y es que la intriga funciona como soporte para hacer digerible una cruda metáfora sobre la pasividad de la sociedad occidental ante los problemas del Tercer Mundo. Una sociedad que elige callar y continuar con un modelo de vida sostenido en la desgracia de la mayoría. Teniendo en cuenta que el origen del conflicto proviene de una acción de Georges cuando tan sólo era un niño es posible considerar un tanto desmedido que sea a partir de ahí desde donde Haneke despliegue su crítica.



Poco a poco, la trama principal (los misteriosos envíos) va generando otras secundarias -como la crisis familiar o la que compone el pasado de Georges- que terminan por imponerse: como se demuestra en el desconcertante final sujeto a múltiples interpretaciones (desde las más despiadadas hasta las más esperanzadoras) a Haneke no le interesa es crear un whodonit sino elaborar un retrato crítico de la clase burguesa francesa. Para muchos, el interés de "Caché" se desvanecerá precisamente cuando se cansen de esperar una respuesta a las preguntas que la cinta plantea. Sin embargo, más allá de las preguntas y las respuestas, "Caché" supone un complicado retrato de familia: incomunicación, desconfianza, secretos, apariencias, infidelidad... Y, sin duda, merece la pena arriesgar el ritmo de la película si con ello se consigue lo que en esta ocasión se ha conseguido, investigar a través de pinceladas sutiles de la vida de cada miembro de la familia cuáles son las debilidades de esta familia. Detalles sutiles como el póster de Zinedine Zidane en la habitación del hijo haciendo un guiño con la ascendencia argelina del ídolo futbolístico o detalles que incluso requieren agilidad y agudeza visual van completando el significado -que aún así sólo puede completar el espectador según su propia opinión- como en la escena final, que obliga al espectador a quedarse hasta casi el final de los créditos.



lunes, 23 de marzo de 2009

"Gran Torino", de Clint Eastwood

"Dios, escopetas y rollitos de primavera"






Walt Kowalski en un viejo veterano de guerra cascarrabias que acaba de enviudar. Su vida ahora se reduce a sentarse a beber cerveza en su porche junto a su perra mientras comprueba cómo su barrio se convierte en el campo de batalla de las pandillas de inmigrantes latinos y asiáticos. Su rutina cambia cuando comienza a entablar relación con sus vecinos asiáticos y una nueva ventana cultural se abre ante él.



‘Gran Torino’ comienza y finaliza con sendos funerales. Entre tanto no hay mucha más vida: la mayoría de los personajes tienen la misma vitalidad que unas marionetas en manos de un titiritero porque o son caricaturas (sobre todo el desempeñado por Eastwood, que se pasa media película gruñendo como un perro y escupiendo), o simplemente están esbozados (como Sue, la chica vecina de Walt, que hubiera merecido algo más de atención). Además, en el filme las situaciones se desarrollan de manera chirriantemente previsible: el guión explota todas las convenciones de la vieja escuela del cine con las que Clint ha jugado tanto a lo largo de su carrera como director.



Lo criticable no es tanto que el guión siga una senda ya conocida de sobra para el espectador (el camino a la paz interior del protagonista, que carga con una culpa que tiene que expiar y para ello tiene que hacer el bien) sino que en ese camino no haya momentos para observar con detenimiento los matices y la complejidad de los personajes más allá de lo que instrumentalmente se necesitan para hacer avanzar la historia. En resumen, los pandilleros latinos y asiáticos siempre andan en sus coches cometiendo fechorías y diciendo palabrotas, el sacerdote siempre trata ser el confesor de Walt y de ganarse su confianza, Thao está “atontao” a todas horas, etc. En relación a esto, merece especial atención el personaje del joven sacerdote, que constituye un elemento algo tramposo del guión para hacer explícita la carga de culpabilidad de Walt: sólo aparece en unas pocas ocasiones para recordarnos que el viejo Kowalski no está en paz con Dios ni consigo mismo. Su lineal y poco matizada intervención hace que no suponga un aporte emocional en la historia aunque se pretenda (se le concede el privilegio de abrir y cerrar el filme).



Clint Eastwood, a sus 78 años, sigue negándose a quedarse sentado en el porche de su casa a beber cerveza, y tras la muy deficiente ‘El Intercambio’, en la que pudimos ver llorando a Angelina Jolie casi ininterrumpidamente durante dos horas, nos propone ahora una película pretendidamente pequeña en la que la acción transcurre básicamente en una sola calle, o en cualquier caso, en un solo barrio. Con la escopeta siempre a mano, Walt Kowalski desprende un aroma de justiciero de western, género en el que pocos discuten lo bien que Clint Eastwood se desenvuelve (‘Sin perdón’ ganó el Oscar a la Mejor Película), que sin embargo, en este drama -salpicado con algunos sketches de humor bastante discutibles dentro del tono general (la secuencia de la lección de masculinidad de la barbería)- resulta algo estridente.


En definitiva, ‘Gran Torino’ es una cinta en la que, como espectadores, es imposible librarse de la sensación de subestimación a la que nos vuelve a condenar Eastwood subrayando y remarcando hasta la saciedad los aspectos que le resultan interesantes y, sobre todo, tirando de un guión demasiado explicativo que “mastica” en demasía el contenido. Teniendo en cuenta que la película tampoco tiene ningún tipo de aspiraciones estéticas, apenas usa música ni es virtuosa en su realización, puede decirse que Clint se lo juega todo con su personaje, con el que, según ha comentado en entrevistas, dice identificarse. Pero, en este caso, pierde la partida tratando de crear un falso mártir dentro de una parábola al más puro estilo bíblico en la que el tardío arrepentimiento parece ser suficiente motivo para ponernos de lado de un viejo amargado que duerme con la escopeta cerca por si tiene que cazar a algún enemigo de la patria. Sin embargo, Clint se delata al dejar de lado de cualquier tratamiento serio y alejado de los estereotipos a la comunidad inmigrante que, en gran medida, es responsable de que Estados Unidos siga funcionando.

"Esto ya no es lo que era", de Alfonso Sánchez

"A ladrillazo limpio"



Dos jóvenes con apariencia de ‘chicos malos’ de barrio bajo, ‘El Cabeza’ y ‘El Culebra’, dialogan sobre los aspectos que les resultan preocupantes de la sociedad en la que viven: el desempleo, las nuevas formas de ocio de los niños (“ya no hay niños jugando por la calle”), la inmigración, el boom inmobiliario, la delincuencia callejera o la pérdida de los referentes para las nuevas generaciones.


El cortometraje se basa en un plano secuencia que comienza con una panorámica que va de una vista del puente del Alamillo (una de los símbolos de la ciudad de Sevilla) hasta centrarse en un plano de los jóvenes. Esta simple idea a nivel de realización se convierte en un aceptable o efectivo –al menos- modo de proponer una reflexión sobre la incultura y la violencia, y ya de paso meter unos cuantos chistes baratos, para qué negarlo. Pero si hay algo interesante en este cortometraje es precisamente el mensaje y no tanto la forma de hacérnoslo llegar, con un diálogo que es un encadenado de bromas y gracias que pecan de localistas (sevillanos) lo que hace que el público que potencialmente pueda apreciar justamente el humor desplegado sea bastante escaso. El final, a pesar de ser una pretendida sorpresa, resulta satisfactorio y coherente puesto que todo lo anteriormente mostrado se dirige, dentro del tono dominante, hacia una desconfianza de las intenciones de esos individuos que quieren erigirse en defensores de lo que debe ser y no es.

En definitiva, cortometraje sevillano para consumo interno de diálogos disparatados, risas fáciles y con trasfondo crítico.