lunes, 29 de junio de 2009

La Clase, de Laurent Cantet

LA CLASE:

EL CINE EXAMINADOR



En 2008, “La Clase” gana la Palma de Oro en el Festival de Cannes y, posteriormente, es nominada al Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa. En los César franceses consigue alzarse con el premio al Mejor Guión Adaptado. Asimismo, en los premios que otorga la Academia Europea de Cine opta a los galardones de Mejor Película y Mejor Director. “La Clase” ha formado parte de muchos de los festivales más prestigiosos del circuito internacional, como el de san Sebastián.



Un grupo de profesores se reúnen a principio de curso para repartirse los cursos de un instituto de un barrio periférico de París. El profesor de lengua francesa, François, que inicia su cuarto año como profesor en el instituto, se prepara, animado por ejercer la enseñanza lo mejor posible, para afrontar un nuevo curso. Sin embargo, desde el primer día de clase, va a encontrarse con un heterogéneo grupo de alumnos que le van a poner a prueba constantemente, desafiándole con sus continuas faltas de respeto y sus irreverencias. Los alumnos, la mayoría hijos de inmigrantes -marroquíes, chinos, malíes, etc.- ponen de manifiesto una evidente falta de interés por lo que François trata de enseñarles y lo interrumpen constantemente con desafiantes muestras de desaprobación. Mientras el curso avanza, el inicial entusiasmo de los profesores se irá viendo vencido por el pesimismo y por la desilusión de pensar que, hagan lo que hagan, los alumnos problemáticos no van a cambiar nunca, condenándose a un futuro con pocas expectativas.



Los pros y contras del estilo documental



El director de “La Clase”, Laurent Cantet, toma un libro del profesor François Bégaudeau (actor protagonista y co-guionista del filme) para mostrar en la pantalla la relación de los alumnos de un instituto con su profesor de francés. Cantet se sitúa en la ficción pero aprovechando las posibilidades del método documental de captar con cercanía los matices de la realidad. Para ello, elige tomar para su película a un grupo de jóvenes actores no profesionales, consiguiendo exprimirles toda su credibilidad, espontaneidad, veracidad y frescura. No era tarea sencilla, pero Laurent Cantet consigue crear personajes absolutamente reales, creíbles, de carne y hueso. No podía ser de otro modo: los auto-retratos que el François encarga a sus alumnos son, al fin y al cabo, el resultado de toda la película, que se cierra con la entrega de los mismos corregidos. Si bien es cierto que mostrar la complejidad de todos y cada uno de los alumnos resultaba totalmente inviable, hay que reconocer que el retrato que se dibuja de ellos es suficiente, huyendo de meros y frívolos acercamientos.



La película está íntegramente rodada con cámara al hombro (con tres HD filmando a la vez), creando un estilo cercano y dinámico, hecho que se aprecia especialmente en las numerosas secuencias que muestran las constantes discusiones del profesor con sus alumnos. El afán de Cantet por no adulterar y dejar intacta la realidad que le preocupa, puede confundir al espectador, que puede interpretarlo como un chirriante y artificioso intento de neutralidad que, por el contrario, consigue limitar la emoción y reducir el ritmo del filme. De hecho, es importante tener en cuenta que “La Clase” se compone esencialmente de fragmentos de las clases que François imparte en el instituto y de reuniones del consejo escolar lo que, irremediablemente, supone una limitación espacial que puede llegar a saturar al espectador, que paga una entrada para sentarse en un pupitre durante algo más de dos horas. Y aquí no hay recreo. El hecho de que no exista una banda sonora que eleve el tono emotivo y de que no haya cabida para pasajes reflexivos e íntimos “entre clase y clase” desemboca en una linealidad argumental, rítmica y estilística puesta al servicio, sí, de la pretendida veracidad del director, pero que puede terminar por cansar al espectador ávido de sensaciones estrictamente cinematográficas.



¿Ana Frank escuchaba rap?



La clase de la que Cantet nos hace alumnos es una auténtica amalgama de etnias y nacionalidades que a otra escala es un reflejo de la compleja realidad social francesa, en la que los inmigrantes tienen –al menos, cuantitativamente- un peso específico enorme. Como defiende a menudo el escritor y periodista Juan José Téllez, no existen inmigrantes de segunda o tercera generación, y sin embargo, la mayoría tendrá que cargar a lo largo de su vida con ese estigma. Los desganados alumnos se duermen mientras leen en clase fragmentos de “El diario de Ana Frank” se lamentan porque sus vidas “no son tan apasionantes”. Esto es quizás lo más interesante de “La clase”, el hecho de que se ponga sobre la mesa una reflexión sobre la sociedad francesa, la inmigración o el sistema educativo sin posicionarse ni orientar forozosamente una conclusión al espectador.“No es verdad que los alumnos y alumnas de ahora sean peores que los de antes. Son diferentes, pero no peores”. Esta afirmación, recogida en el Manifiesto Pedagógico “No es verdad” impulsado por la red IRES (Investigación y Renovación Escolar) en España es un ejemplo de lo que algunos profesionales de la pedagogía vienen advirtiendo desde hace tiempo: las circunstancias han cambiado, pero no vale de nada alarmarse y estancarse en el pasado. Como ocurre con Ana Frank, la vida de millones de niños, adolescentes y jóvenes está inevitablemente marcada por la alineación de vivir en silenciosamente, exiliados en un país que no les reconoce y que no les presta voz. Cantet no sólo les ha escuchado sino que les ha hecho una película. Los espectadores que busquen una lección de cine en esta película tienen el consuelo, si no la encuentran, de que al menos aprenderán algo sobre la vida de estos jóvenes, protagonistas absolutos de “La clase”.

Historias mínimas, de Carlos Sorín


HISTORIAS MÍNIMAS
LA BELLEZA DEL TRÁNSITO


El director argentino Carlos Sorín (1944) tenía ya una gran experiencia en el mundo de la publicidad cuando decidió dedicar sus esfuerzos en el cine. Así, su andadura en el séptimo arte comienza con “La película del rey “(1983) y filma en los ochenta otros filmes como “La Era del Ñandú” (1986) o "Eterna Sonrisa de New Jersey" (1989). Sin embargo, no es hasta 2002 con “Historias mínimas” cuando el cine de este bonaerense toma repercusión internacional. La película recorre muchos de los festivales más importantes y logra hacerse con varios galardones de la Asociación de Críticos Cinematográficos de Argentina (2003): Cóndor de Plata por Mejor Director (Carlos Sorín), Mejor Película, Mejor Música (Nicolas Sorin), Mejor Revelación Masculina (Antonio Benedicti), Mejor Guión Original (Pablo Solarz), Mejor Dirección Artística (Margarita Jusid), Mejor Fotografía (Hugo Colace) y Mejor Sonido (Carlos Abbate y José Luis Díaz así como el Premio especial del jurado en el Festival de San Sebastián (2002). Más tarde estrena “Bombón, el perro” (2004) y “El camino de san Diego” (2006).

En la inmensidad del vacío

La literatura y, por extensión, el cine, siempre han explorado la misteriosa capacidad de los viajes para transformar a las personas. La idea de que lo importante no es el destino, la meta, sino el camino hacia llegar a él ha dado lugar a muchas de las historias más bellas del cine universal. Últimamente, historias como las de “Ulzhan” de Volker Schlondorff (un francés en Kazajstán), “Viaje a Darjeeling” de Wes Anderson (americanos en la India), “La estrella ausente” (un italiano en China) han narrado historias de cómo buscamos encontrarnos a nosotros mismos buscando una meta geográfica. A diferencia de lo que ocurre con algunas de las anteriores películas citadas, Carlos Sorin evita elaborar una introspectiva búsqueda del sentido de la vida o ni tan siquiera crear una estética metáfora sobre el tiempo o la distancia y mucho menos crear una intelectual y refinada oda a las pequeñas cosas y, sin embargo, eso mismo es lo que hace bello a este filme.
“Historias mínimas” es tan natural como tomar el mate junto a unos amigos, tan elemental y necesaria como el perseguir aquello que nos hace felices –aunque nos tomen por locos- y tan entrañable como la bondad y la hospitalidad de las gentes que aparecen en ella. Su sencillez y su honestidad es lo que hace que tras su visionado en el cine los espectadores sientan la necesidad de reconocer que se han sentido compañeros de viaje de los personajes en esta travesía hasta San Julián por la “ruta” junto a los personajes.

Esta road movie está compuesta por historias atómicas cuyos protagonistas llegan a tener conexión en algún momento. Sin embargo, la intención de Sorín no es jugar con las casualidades por las que se han encontrado estas historias ni jugar a recomponer un rompecabezas deshecho, sino, por el contrario, Carlos Sorín pretende dar una visión de conjunto a través de estos pequeños fragmentos de vida de la candidez de esta extensa región argentina. Los personajes se ven diminutos en estos inmensos pasajes vacíos pero, sin embargo, es precisamente eso lo que hace que sus pequeñas inquietudes y ocupaciones hagan grande esta película. La dispersión de los lugares habitados de la Patagonia hace que para la mayoría de los habitantes de una ciudad sea inviable recorrer más de dos o tres veces en su vida los más de trescientos kilómetros que puede haber hasta la población más cercana. Por esta naturaleza geográfica es quizás por lo que se pone de manifiesto la importancia del contacto humano y el personaje del habilidoso vendedor que seduce, con su parlamento, a cualquier posible comprador para que se haga con los productos que lleva consigo.

Carlos Sorín utiliza un estilo simple, nada artificioso, pero eficaz y adecuado, mezclando los bellos planos generales de las solitarias y enormes carreteras que cruzan el paisaje con los planos cortos para situarse muy cerca de los personajes y poder sentir su calidez. Además, esa calidez se desprende también de la naturalidad de los actores no profesionales que conforman casi la totalidad del reparto de la cinta (Javier Lombardo, que interpreta a Roberto, es el único actor profesional). Sorín, que busca el componente azaroso en las interpretaciones de sus actores, repetía unas treinta veces cada escena dialogada, lo que suponía un gasto de película enorme, hecho por lo que prefiere rodar en 16mm.
En definitiva, esta pequeña película a nivel de producción termina convirtiéndose en un precioso relato sobre los sueños y las ilusiones y de cómo, a pesar de que haya tantos obstáculos que nos hacen querer renunciar a ellos, merece la pena recorrer el camino por largo que sea y negarse a quedarse sentado en la puerta de casa a observar la vida pasar. No se nieguen, pues, el gusto de sentarse tranquilamente a saborear esta bella película.

Caché, de Michael Haneke


CACHÉ:
EL CINE INCÓMODO







Tras participar con “Funny games”, se puede decir que el idilio entre Haneke y el Festival de Cannes comienza verdaderamente en 2001 cuando “La pianista” recibe el Gran Premio a pesar de crear gran controversia por la crudeza de algunas de sus escenas. En 2005 Michael Haneke recibe el Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Cannes, certamen en el que participa con “Caché”, que también es galardonada con el Premio FIPRESCI y con el galardón que concede el Jurado Ecuménico –formado por críticos católicos y protestantes-. Asimismo, Caché gana en el Festival de Cine Europeo de Sevilla el premio de la sección Eurimages. La Academia Europea de Cine elige Caché como la mejor película europea del año, y reconoce a Daniel Auteil y a Michael Haneke como mejor actor y mejor director respectivamente. La Academia Europea premia además a Michael Hudecek y Nadine Muse por el montaje de esta película, que consigue alzarse, también, con el Premio de la Crítica. En 2009, Haneke se corona ganando la Palma de Oro por “La cinta blanca” entrando así en el Olimpo del cine.




A lo largo de su trayectoria como director de cine, Michael Haneke se ha distinguido por su afán de meter el dedo en la llaga, de proponer reflexiones que golpean directamente la conciencia del espectador a través de un estilo que ha llegado a ser calificado de “violento”. Más objetivamente, puede afirmarse que su estilo, forjado coherentemente a lo largo de su filmografía, discute las convenciones de la narrativa fílmica tradicional y se define por ser crudo en su puesta en escena, sin concesiones de ningún tipo en sus planteamientos. Haneke suele jugar con personajes a los que maltrata sometiéndolos a situaciones extremas en los que la crueldad de los “oponentes” se apodera de cualquier posibilidad de escapar intacto de las emboscadas en las que se ven envueltos.




A Michael Haneke, desde su etapa en el mundo del teatro, le ha interesado poner sobre el tapete cuestiones filosóficas, eso sí, puestas siempre al servicio de criticar lo peor de la sociedad moderna. No en vano, se atrevió a tomar como referencia a Kafka para llevar a la pantalla su visión personal de “El castillo” (1997). Como Kafka hacía sus relatos, Haneke asalta el orden, la paz, las certezas, la rutina y la seguridad de los personajes que dibuja para cuestionarlas. El ejemplo más claro de este “asalto” es, sin duda, “Funny Games” (1997) en la que una pareja acomodada se ve sometida a una serie de vejaciones en su propia casa por unos aparentemente inofensivos muchachos.
La frecuente utilización de planos de exagerada duración y de planos sin movimiento suelen crear en sus filmes un ritmo difícil, denso y lento que logra un aparente distanciamiento entre el autor y las imágenes, otorgando una cierta neutralidad a la realidad mostrada, siendo el espectador el que se vea obligado a involucrase, a tomar partido emocionalmente en la historia.

LA VISIÓN RADICAL DE LA CULPA


Georges (Daniel Auteil) es un reputado presentador de un programa sobre literatura en televisión. Un día, llega a su casa un extraño videocasete en el que puede comprobarse que alguien vigila sus movimientos. Los envíos anónimos empiezan a sucederse y a ir acompañados de macabros dibujos infantiles. Sin saber quién es el remitente de los envíos ni qué es lo que pretende con ellos, Georges y su mujer (Julliette Binoche) comienzan a destapar sus problemas de desconfianza mutua y se pone de manifiesto la deteriorada relación con su hijo pequeño. Ante la posibilidad de que este problema afecte seriamente a su imagen pública, su trabajo y su familia, Georges denuncia el caso ante la policía y ante la pasividad de ésta, decide intervenir y atar cabos hasta conseguir llegar al quid de la cuestión, lo que le llevará a un desagradable encuentro con lo peor de su pasado.




En “Caché”, Michael Haneke consigue hacer partícipes a sus personajes –y al espectador- de un macabro juego para encontrar al “culpable”. Quizás es precisamente eso (organizar la trama de la película alrededor de la duda sobre quién intenta hacer la vida imposible a este matrimonio) lo más inteligente del guión. Y es que la intriga funciona como soporte para hacer digerible una cruda metáfora sobre la pasividad de la sociedad occidental ante los problemas del Tercer Mundo. Una sociedad que elige callar y continuar con un modelo de vida sostenido en la desgracia de la mayoría. Teniendo en cuenta que el origen del conflicto proviene de una acción de Georges cuando tan sólo era un niño es posible considerar un tanto desmedido que sea a partir de ahí desde donde Haneke despliegue su crítica.



Poco a poco, la trama principal (los misteriosos envíos) va generando otras secundarias -como la crisis familiar o la que compone el pasado de Georges- que terminan por imponerse: como se demuestra en el desconcertante final sujeto a múltiples interpretaciones (desde las más despiadadas hasta las más esperanzadoras) a Haneke no le interesa es crear un whodonit sino elaborar un retrato crítico de la clase burguesa francesa. Para muchos, el interés de "Caché" se desvanecerá precisamente cuando se cansen de esperar una respuesta a las preguntas que la cinta plantea. Sin embargo, más allá de las preguntas y las respuestas, "Caché" supone un complicado retrato de familia: incomunicación, desconfianza, secretos, apariencias, infidelidad... Y, sin duda, merece la pena arriesgar el ritmo de la película si con ello se consigue lo que en esta ocasión se ha conseguido, investigar a través de pinceladas sutiles de la vida de cada miembro de la familia cuáles son las debilidades de esta familia. Detalles sutiles como el póster de Zinedine Zidane en la habitación del hijo haciendo un guiño con la ascendencia argelina del ídolo futbolístico o detalles que incluso requieren agilidad y agudeza visual van completando el significado -que aún así sólo puede completar el espectador según su propia opinión- como en la escena final, que obliga al espectador a quedarse hasta casi el final de los créditos.