lunes, 23 de marzo de 2009

"Gran Torino", de Clint Eastwood

"Dios, escopetas y rollitos de primavera"






Walt Kowalski en un viejo veterano de guerra cascarrabias que acaba de enviudar. Su vida ahora se reduce a sentarse a beber cerveza en su porche junto a su perra mientras comprueba cómo su barrio se convierte en el campo de batalla de las pandillas de inmigrantes latinos y asiáticos. Su rutina cambia cuando comienza a entablar relación con sus vecinos asiáticos y una nueva ventana cultural se abre ante él.



‘Gran Torino’ comienza y finaliza con sendos funerales. Entre tanto no hay mucha más vida: la mayoría de los personajes tienen la misma vitalidad que unas marionetas en manos de un titiritero porque o son caricaturas (sobre todo el desempeñado por Eastwood, que se pasa media película gruñendo como un perro y escupiendo), o simplemente están esbozados (como Sue, la chica vecina de Walt, que hubiera merecido algo más de atención). Además, en el filme las situaciones se desarrollan de manera chirriantemente previsible: el guión explota todas las convenciones de la vieja escuela del cine con las que Clint ha jugado tanto a lo largo de su carrera como director.



Lo criticable no es tanto que el guión siga una senda ya conocida de sobra para el espectador (el camino a la paz interior del protagonista, que carga con una culpa que tiene que expiar y para ello tiene que hacer el bien) sino que en ese camino no haya momentos para observar con detenimiento los matices y la complejidad de los personajes más allá de lo que instrumentalmente se necesitan para hacer avanzar la historia. En resumen, los pandilleros latinos y asiáticos siempre andan en sus coches cometiendo fechorías y diciendo palabrotas, el sacerdote siempre trata ser el confesor de Walt y de ganarse su confianza, Thao está “atontao” a todas horas, etc. En relación a esto, merece especial atención el personaje del joven sacerdote, que constituye un elemento algo tramposo del guión para hacer explícita la carga de culpabilidad de Walt: sólo aparece en unas pocas ocasiones para recordarnos que el viejo Kowalski no está en paz con Dios ni consigo mismo. Su lineal y poco matizada intervención hace que no suponga un aporte emocional en la historia aunque se pretenda (se le concede el privilegio de abrir y cerrar el filme).



Clint Eastwood, a sus 78 años, sigue negándose a quedarse sentado en el porche de su casa a beber cerveza, y tras la muy deficiente ‘El Intercambio’, en la que pudimos ver llorando a Angelina Jolie casi ininterrumpidamente durante dos horas, nos propone ahora una película pretendidamente pequeña en la que la acción transcurre básicamente en una sola calle, o en cualquier caso, en un solo barrio. Con la escopeta siempre a mano, Walt Kowalski desprende un aroma de justiciero de western, género en el que pocos discuten lo bien que Clint Eastwood se desenvuelve (‘Sin perdón’ ganó el Oscar a la Mejor Película), que sin embargo, en este drama -salpicado con algunos sketches de humor bastante discutibles dentro del tono general (la secuencia de la lección de masculinidad de la barbería)- resulta algo estridente.


En definitiva, ‘Gran Torino’ es una cinta en la que, como espectadores, es imposible librarse de la sensación de subestimación a la que nos vuelve a condenar Eastwood subrayando y remarcando hasta la saciedad los aspectos que le resultan interesantes y, sobre todo, tirando de un guión demasiado explicativo que “mastica” en demasía el contenido. Teniendo en cuenta que la película tampoco tiene ningún tipo de aspiraciones estéticas, apenas usa música ni es virtuosa en su realización, puede decirse que Clint se lo juega todo con su personaje, con el que, según ha comentado en entrevistas, dice identificarse. Pero, en este caso, pierde la partida tratando de crear un falso mártir dentro de una parábola al más puro estilo bíblico en la que el tardío arrepentimiento parece ser suficiente motivo para ponernos de lado de un viejo amargado que duerme con la escopeta cerca por si tiene que cazar a algún enemigo de la patria. Sin embargo, Clint se delata al dejar de lado de cualquier tratamiento serio y alejado de los estereotipos a la comunidad inmigrante que, en gran medida, es responsable de que Estados Unidos siga funcionando.

"Esto ya no es lo que era", de Alfonso Sánchez

"A ladrillazo limpio"



Dos jóvenes con apariencia de ‘chicos malos’ de barrio bajo, ‘El Cabeza’ y ‘El Culebra’, dialogan sobre los aspectos que les resultan preocupantes de la sociedad en la que viven: el desempleo, las nuevas formas de ocio de los niños (“ya no hay niños jugando por la calle”), la inmigración, el boom inmobiliario, la delincuencia callejera o la pérdida de los referentes para las nuevas generaciones.


El cortometraje se basa en un plano secuencia que comienza con una panorámica que va de una vista del puente del Alamillo (una de los símbolos de la ciudad de Sevilla) hasta centrarse en un plano de los jóvenes. Esta simple idea a nivel de realización se convierte en un aceptable o efectivo –al menos- modo de proponer una reflexión sobre la incultura y la violencia, y ya de paso meter unos cuantos chistes baratos, para qué negarlo. Pero si hay algo interesante en este cortometraje es precisamente el mensaje y no tanto la forma de hacérnoslo llegar, con un diálogo que es un encadenado de bromas y gracias que pecan de localistas (sevillanos) lo que hace que el público que potencialmente pueda apreciar justamente el humor desplegado sea bastante escaso. El final, a pesar de ser una pretendida sorpresa, resulta satisfactorio y coherente puesto que todo lo anteriormente mostrado se dirige, dentro del tono dominante, hacia una desconfianza de las intenciones de esos individuos que quieren erigirse en defensores de lo que debe ser y no es.

En definitiva, cortometraje sevillano para consumo interno de diálogos disparatados, risas fáciles y con trasfondo crítico.